Se preguntarán cómo me fue esta semana en el trabajo. O capaz no, pero les cuento igual: no me sentí tan frustrada como la semana pasada, en parte porque en estos días hizo más de quince grados y me compré un Starbucks todas las mañanas y caminé por Avenida Córdoba con ropa de primavera entre centenares de turistas y me imaginé que era uno de ellos aunque iba rumbo a la oficina. Y en parte también no me sentí tan frustrada porque no tuve mucho tiempo para estarlo. Estoy en una etapa donde me tengo que comprometer con lo que quiero si de verdad me interesa lograrlo y eso significa estar de acuerdo con editar la novela apretujada en el subte o entre los clientes que entran y salen de la oficina. Se siente extraño, igual, estar en este lugar. Estoy más acostumbrada a la etapa llamada «tengo miedo de intentar lo que quiero así que mejor fantaseo sobre cómo sería hacerlo», pero ahora estoy a medio camino de lograr dos cosas que vengo deseando hace tiempo —terminar la novela y mudarme sola— y lo único que me separa de a dónde quiero llegar es cómo utilizo las semanas que siguen. Por eso se siente extraño: me doy cuenta que es mi tiempo de ir por todas y que puedo hacerlo o no hacerlo en absoluto y que la decisión es solo mía porque a nadie le importa si sigo mis sueños o si los dejo ir y eso de alguna manera me aterra más que si estuviera obligada a tomar una decisión en particular.
Cuando empezó este año me pregunté cómo podía comprometerme con lo que deseaba. Y qué significaba exactamente ese compromiso y cómo iba a saber si estaba haciendo todo lo que debía para alcanzar lo que quería. Casi ocho meses después puedo decir que comprometerse con lo que uno desea significa, en parte, no detenerse aunque uno siente ganas de hacerlo y que no importa tanto el tiempo que uno le dedica a las cosas pero sí la constancia y la determinación. Eso lo que estuve sintiendo esta semana: para qué me voy a pelear con la oficina o los clientes o los horarios si igualmente tendré que terminar la novela y avanzar con mi mudanza, llueva o truene. Eso es lo que me da vértigo: descubrir que nada me detiene realmente. Se habla mucho del miedo al fracaso pero lo que estuve sintiendo es algo distinto: pase lo que pase, eventualmente terminaré este manuscrito y sacaré el pasaje y lo que venía soñando hace años dejará de ser un sueño y será una realidad y creo que eso es suficiente para aterrar a cualquiera. O por ahí no, pero me aterra a mí. Es como si la vida estuviera poniendo un espejo gigante al frente mío y de repente pudiera entender lo que pasará cuando termine estos dos proyectos: ya no serán un sueño ni una fantasía, pero de a ratos me pregunto si no deberían quedarse así. A veces, cuando el camino está tan despejado como ahora, me entran ganas de poner las cosas que deseo en una caja y patearlas debajo de la cama. Pienso que tal vez debería quedarme en un pueblo que no me hace tan feliz pero que al menos conozco y en un trabajo que es medio deprimente pero en el que estoy estable y me pregunto si en mi afán de terminar la novela y mudarme a otro país no estoy expulsándome de un lugar seguro a un abismo vacío y oscuro.
Digo «vértigo» y no miedo porque no es temor lo que siento realmente. En el fondo sé que no me arrepentiré de seguir lo que deseo, aunque sí desearía que no estuviera pasando tan rápido. Le dije esto a mi prima hace unos días atrás y ella me respondió: «¡pero hace años que venís intentando hacer esto!». Cierto. Es que para mí una decisión apresurada en verdad toma varios años. Pero mi punto es que no tengo miedo, sino vértigo. Ansias. Unas extrañas ganas de salir corriendo y al mismo tiempo quedarme parada para ver cómo todo termina. Quiero de alguna manera concretar estas cosas también para sacarme de encima la vergüenza que a veces siento por comprometerme con lo que deseo. A veces me convenzo que no debería, que no está bien hacer esto, que un poco es una chiquilinada perseguir estos sueños, que son más fantasías que proyectos. Aparece de nuevo el deseo de meter todo adentro de una caja y patearlo debajo de la cama y pretender que no existe, que no está, que no sucede. Lo que busco decir es que a veces busco el permiso de los demás. Busco que me digan que está bien querer lo que quiero y hacer lo que hago y que no le quito nada a nadie si me atrevo a buscarlo. Intento que alguien me levante el pulgar a la distancia y me confirme que no estoy deseando demasiado y que está bien intentarlo y que también está bien recibirlo. Intento que el resto me confirme esto, pero de a poco voy aprendiendo que el permiso en verdad ya es nuestro y que si yo gano también gana el resto. También, cuanto más me comprometo con lo que quiero, más me doy cuenta que parte de concretar estos sueños es aceptar en primer lugar que los merezco.
Escribir esta columna me tomó todo el fin de semana. Parece mentira pero es cierto. Les quería agradecer a todos los que estuvieron compartiendo, comentando y dando like a estas publicaciones en estos últimos días: no saben lo feliz que me hacen cosas como esas y ver que este espacio está creciendo. Les agradezco también por leer esto y espero que tengan un lindo comienzo de agosto. Y si quieren mandarme un mensaje o ver las historias que subo de mi gata cada dos por tres, lo hacen aquí. Y si les gustó lo que escribí, ya saben que sus corazoncitos o sus comentarios o sus recomendaciones son siempre bien recibidas y eternamente agradecidas.
Nos vemos el próximo domingo,
💜
Sabina.