La escena es familiar: afuera llueve. El cielo, del otro lado de la ventana, está teñido de un rosado que ilumina toda la cuadra y me recuerda a una película de ciencia ficción. La casa está sumida en silencio, lo que no es sorprendente porque es muy tarde, pero últimamente a mí me está costando dormir. No sé si es por la luna llena o los planetas retrógrados que tenemos en este momento o si es parte del cansancio y estrés que me generó agosto, pero tampoco importa mucho. La cuestión es que afuera llueve y yo no puedo dormir.
No planeé ausentarme por un mes entero. De hecho, no planeé ausentarme en absoluto. Solo que en una semana pasaron tantas cosas que pensé en esperar a que todo se calmara para volver a escribir, pero a la semana siguiente las cosas eran más extrañas que la semana anterior. Y así hasta hoy. Sé que no tengo que explicar mi ausencia —esto no es la escuela y nadie está tomando asistencia — pero también sé que la escritura en gran parte se nutre de consistencia. Se nutre de muchas cosas, pero lo mejor que uno puede hacer si quiere crecer como escritor es escribir seguido. O al menos me parece a mí. También es verdad que me resultó difícil aparecer en este último mes porque cambiaron muchas cosas. Siempre me cuesta escribir en tiempo presente. En el lenguaje uno no tiene mucho lugar para esconderse. Incluso aunque no busque hacerlo, cuando uno escribe se revelan varias cosas. Yo no quería enfrentar lo que estaba pasando o la manera en que estaba cambiando, así que me llamé al silencio. Evité escribir y también evité mirar la manera en que todo parecía mutar de un día para el otro.
En mi trabajo me cambiaron a otro sector. Trabajaba, hasta el momento, en un área donde parte de mi tarea era vender préstamos a clientes de un banco y eso, por razones que son conocidas, empezó a declinar velozmente en el último tiempo. No sé cómo, pero las vueltas de la vida me llevaron a trabajar la mayor parte de este año así: hablando con gente sobre el dinero o la falta de él. La crisis que está atravesando Argentina es tal que me parece que uno la reconoce sin importar en el rubro que trabaje, pero acá lo veo de cerca. Desde las elecciones hay una sensación extraña que rezumba en la oficina y que está entre el abatimiento y la incomprensión. Nadie sabe muy bien qué hacer porque nadie tampoco entiende qué es lo que va a ocurrir después y es raro vivir así, en la periferia. La gente me dice que está cansada de la situación y de no tener soluciones y me aclaran enojados que no quieren ningún préstamo, solo un poco de estabilidad. Yo no puedo culparlos. Una compañera pregunta por el grupo de whatsapp: «¿tenemos que ir a trabajar mañana, si todo está como está?». Mi jefe se ríe, pero en el fondo nadie piensa que fue un chiste. A veces, cuando llego a la oficina, encuentro a mis compañeros en la puerta tomando un mate o fumando un porro:
—El dólar se fue a la mierda —me avisan.
—¿A cuánto?
—Está rozando los ochocientos pesos—dicen.
—Mierda —digo.
—Sí —coinciden y después hacen una pausa: —¿Querés un mate?
Y esa charla se repite tan seguido que en cierto punto me deja de causar sorpresa. Pero la sensación de extrañeza continua: hay reportes de saqueos, cortes en las autopistas, heridos en las manifestaciones y gente que, por todos lados, solo quiere un poco de calma en donde no parece haber mucha.
El contexto actual hizo que acelerara mis planes de mudanza. No es algo que pensaba hacer hasta fines de noviembre, pero últimamente las cosas se dividen entre las que uno tiene que hacer antes de las elecciones y las que uno tiene que hacer después y mi mudanza parece caer en la primera categoría.
No sé cómo me siento respecto a esto. Supongo que bien, pero en parte me siento un poco desapegada de lo que pasa, capaz porque las cosas van tan rápido que todavía no caigo. Ya se me va a pasar. Proceso las cosas muy lentamente, me toma años comprender cosas que pasaron en un instante. La cuestión es que me voy a mudar dentro de poco. Me estuve haciendo la idea que pronto voy a dejar atrás todo lo que conocí —esta casa y este pueblo en medio de la nada y mi familia y mis amigos— pero viví por tanto tiempo en este lugar que parece mentira que exista otra cosa. Hasta me parece que voy a extrañar esta oficina y a mi jefe que entiende mis referencias de los Simpsons. No esperaba sentir tanta nostalgia con este cambio. Después de todo —como me señalan mis amigos y mi terapeuta— es una elección propia. Soy yo la que quiere irse. Soy yo la que está instigando este cambio. Nada me obliga. Si dependiera de mi mamá, bien podría quedarme en esta casa o construirme una casita al fondo de su patio y todo marcharía bien. Pero yo quiero otra cosa. Para mí es perfectamente razonable querer mudarme y al mismo tiempo no querer que ocurra de inmediato. Bueno, por ahí «razonable» no es la palabra justa para explicarlo, pero ustedes me entienden. Estuve dilatando empezar con los papeles de la mudanza porque un poco tengo miedo que no funcione. O peor, que funcione y tener que vivir con lo que elegí, es decir, un nuevo lugar y una nueva cultura. ¿Y si no me gusta?, me pregunto a menudo, ¿y si no me puedo asentar del todo bien y tengo que volver y pierdo tiempo por haber insistido en mudarme lejos cuando podría haberme quedado en casa?
La idea de tomar una mala decisión y desperdiciar el tiempo y arruinar mi vida siempre me persigue, al menos hasta que recuerdo que uno tiene cierto poder y puede sobreponerse a cualquier cosa. Pero aun así me da miedo. A nadie le gusta fallar. Yo no soy diferente. Estoy en un momento en mi vida donde estoy tejiendo mi propio camino, lejos de lo que hicieron mis abuelos y mis padres y mis amigos, y un poco tengo miedo a donde estos caminos me pueden conducir. Me da miedo estar en control de mis propias decisiones. Temo soltar la mano a todo lo conocido y aventurarme a lo que quiero, pero también me da miedo de lo que puede pasar si no me animo a soltar y seguir mi instinto.
Un poco me maravilla la dicotomía de desear algo y al mismo tiempo tener miedo de esa misma cosa que uno desea. Hay gente que por ahí no entiende este dilema, pero yo lo comprendo a la perfección. Me resulta muy claro por qué a veces uno se siente cómodo deseando algo pero menos intentando conseguirlo. A la hora de ir por lo que uno quiere, uno tiene que estar listo también para aceptar la realidad. Es decir: uno tiene que estar preparado también para fallar. Y eso no es fácil. A veces es más fácil soñar con algo que aventurarse a buscarlo y terminar decepcionado. Es parecido a como uno a veces se rehúsa a ver ciertos red flags en las relaciones, porque empezar a notar ciertas cosas requiere también tomar acciones respecto a ellas. La cuestión es que estuve dilatando la mudanza. Y también estuve dilatando terminar la novela. Estoy a nada de terminar la edición final y por ende a nada de enviarla a la editorial y enfrentar la realidad, es decir, descubrir si a la gente le gusta o no, si es un éxito o un fracaso. Y aunque quiero publicar la novela tanto como quiero mudarme, a veces me da miedo enfrentarme a la respuesta de estas cosas. Me da miedo arriesgarme y poner en línea algo seguro por algo que no sé si podré alcanzar. Capaz es por eso que no puedo dormir por las noches. ¿Para qué me molesto? Me pregunto a menudo. ¿Tiene sentido lo que estoy haciendo?
A veces me parece que no, pero la mayoría de las veces sé que sí. Me queda un trecho por caminar para poder concretar las cosas que quiero y soy consciente que no quiero terminar este año de la misma manera que lo empecé. No quiero repetir viejos errores. No quiero quedarme con los brazos cruzados. Quiero cambiar algunas cosas de mi vida, incluso aunque me dé miedo intentarlo e incluso aunque me dé miedo fallar. Estoy cansada de no ser valiente y estoy cansada de tener miedo. Estoy también cansada de dudar de mi misma, de reprimir lo que quiero porque imagino las peores situaciones, muchas de las cuales no son tan graves de todos modos. Y en parte me frustra mi miedo porque dejé que me consumiera varias veces y dejé que me desalentara y me detuviera, pero al final de cuentas siempre vuelvo a lo mismo. Nadie más está viviendo esta vida por mí. A nadie le cambia nada si yo sigo mis instintos o si no hago nada en absoluto, excepto a mí. Y nadie va a venir a rescatarme si no me ayudo a mí misma. A lo que voy es que tengo que aceptar lo que deseo y decidir si quiero intentarlo o dejarlo ir, pero tengo que tomar una decisión de una vez por todas y dejar de escaparme de las cosas. Y por primera vez quiero creer que todo irá bien y que incluso si las cosas no se dan como quiero, lo que me ocurrirá será mejor de lo que espero. Este mes quiero tener la valentía para aventurarme a cosas nuevas. La necesito porque sé que puedo y porque en el fondo siento que lo peor que podría pasar no es fallar sino arrepentirme de escuchar a mis miedos.

Hola! Por ahí me recuerden de columnas pasadas.
Septiembre llegó (¡por fin!) pero si tenía alguna esperanza que dejara de llover este fin de semana terminó por avisarme que la lluvia seguirá igual, estemos o no en el mes de la primavera. Igual te quiero, lluvia continua y cielo gris. Ya me acostumbré a vos. En fin, espero que ustedes hayan tenido un agosto más tranquilo que el mío. Ya vuelvo a mi programación habitual de los domingos. Si les gusto esta columna, ya saben que sus comentarios o sus corazoncitos o sus recomendaciones me ayudan mucho. Y si quieren escribirme o compartirme algo, me pueden encontrar por acá o por mail: escribesabina@gmail.com
Les agradezco una vez más a todos los que recomiendan, comparten y hasta comentan en estas columnas. Sus participaciones me hacen una chica muy, muy, feliz y me han alegrado mucho en un mes bastante complejo para mí. Así que gracias.
Nos veremos el próximo domingo,
💜
Sabina